José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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martes, junio 13, 2017

Un argentino recibe el premio Nobel de Literatura



Enrique Pinti es un humorista argentino que define a los argentinos como una mezcla de “la mala leche del gallego, el lamento eterno del judío, y la chantada del tano”.
Me acordé de la frase de Pinti, al escuchar el discurso de aceptación de Daniel Mantovani, el argentino que ha ganado el premio Nobel de Literatura, y al que, algunos años después, habrían de nombrar “Ciudadano ilustre”, de Salas, su pueblo natal.
            Si bien se siente halagado por el premio, lo atormenta que, “este tipo de reconocimiento unánime tiene que ver directa e inequívocamente con el ocaso de un artista”. Mantovani siente que se ha convertido en un escritor que resulta cómodo para toda clase de público y esa comodidad, según él, desdice del espíritu creativo: “El artista debe interpelar, debe sacudir, por eso mi pesar por mi canonización terminal como artista”. Finaliza señalando que debe agradecer hipócritamente a los presentes “por haber dictaminado el fin de mi aventura creativa”.
            El escritor ha conseguido escandalizar al burgués: un silencio grave inunda el teatro y, luego de unos segundos, un público elegantísimo, ávido de justificar su mala consciencia, aplaude el lamento, la mala leche y la chantada del galardonado.
            El ciudadano ilustre (2016) es una película seductora que, a partir de la historia del regreso a su pueblo natal de un escritor argentino que ha recibido el premio Nobel, desarrolla, con amenidad e inteligencia, aunque muchas veces caiga en el cliché, la relación conflictiva entre la imaginación del artista y la realidad que recrea; el contrapunto del arte y la ética, y la confrontación de la cultura local y el arte llamado universal.

"...el fin de mi aventura cretiva."
              Daniel Mantovani, —interpretado con verdad actoral por Óscar Martínez— no es un rebelde como lo fuera, por ejemplo, Jean Paul Sartre, que rechazó el premio Nobel para continuar con su activismo radical. Mantovani es un escritor de rebeldía únicamente conceptual, pues su práctica vital es, más bien, la de un intelectual conservador, bien ubicado en los círculos culturales dominantes. Él se lamenta de los laureles literarios y sus consecuencias para el proceso creativo, pero los admite con cinismo.
Luego de rechazar invitaciones de todas partes del circuito cultural establecido, ese mismo cinismo lo llevará a aceptar una invitación a Salas, su pequeño pueblo, de donde ha salido cuarenta años atrás. ¿Para qué quiere regresar? Al principio, parecería tan solo una traviesa aventura personal: ponerse a prueba al regresar a un lugar del que ha querido escapar durante toda la vida. Después, la anécdota se convierte en conflicto: Mantovani es parte de Salas y viceversa; él es una rareza ilustre del pueblo pero también su cronista incómodo.
La aventura en Salas arranca con fuerza simbólica. El chofer designado para recoger del aeropuerto a Mantovani tiene un carro viejo cuyo neumático reventará a medio camino. Sin llanta de emergencia, los pesca la noche. Mantovani le cuenta una historia y el chofer concluye que los protagonistas son “los hermanos Remoneda”. Al día siguiente, el chofer va a defecar entre los árboles y lleva consigo unas páginas de una novela de Mantovani para limpiarse.

El costumbrismo resalta lo kitsch.
Los conflictos del autor, embebido de la cultura europea, con la sencillez y la árida vida cultural de su pueblo, son narrados apelando con equilibrio a escenas costumbristas, que resaltan el aspecto kitsch de lo popular. El paseo por el pueblo montado en el carro de los bomberos junto al intendente y la reina de belleza. El encuentro con un gaucho que, luego de exclamar «¡Viva la patria, Daniel!», hace un número de boleadoras. El descubrimiento de un busto del autor en la plaza del pueblo, con unos escolares que, pobremente, cantan el himno. Todas, escenas que acentúan la confrontación entre la sobriedad racional del mundo cultural europeo y la euforia algo desmedida y sentimentalista de lo local.
El culmen del enfrentamiento entre la visión local del arte y lo que el escritor ha asimilado en Europa es el concurso de pintura del que Mantovani es jurado. La verdad es que no se necesita vivir cuarenta años en Europa para darse cuenta de que las obras artísticas son deplorables. Tal vez exageraron lo directores de la película para acentuar el cliché de los pueblerinos ignorantes. Tal vez el hiperrealismo convirtió en parodia costumbrista toda la secuencia. No obstante, este episodio fundamental en la trama sirve para demostrar cuán lejos está la sensibilidad del escritor respecto de la sensibilidad de la gente de su pueblo natal. Irene (Andrea Frigerio), su novia de la adolescencia, lo ubica de manera sencilla pero contundente: «¿Eres ingenuo o egoísta? ¿No te diste cuenta que alguien acá se podía ofender?»
Las clases que imparte Mantovani son un buen recurso para plantear, dinámicamente, los conflictos entre el arte y la ética, y entre el individualismo del escritor y la demanda de su compromiso con la sociedad. La imagen del lleno entusiasta de la primera clase contrasta con el vacío desolador de la última. En todas ellas, el público parece desconocer no solo la obra de Mantovani sino el debate cultural sobre los problemas entre el arte y la ética que plantea el escritor: «La creación artística es independiente de la ética y la moral».

El asado de celebración es un mal presagio.
 El guion introduce un conflicto que desenredará la trama. Mantovani tiene una relación sexual una tarde, después de la primera clase, con Julia (Belén Chavanne), una muchacha desprejuiciada que se sofoca en el pueblo, y que, literalmente, se le mete en el cuarto de hotel. Julia resulta ser la hija de Irene y Antonio, el amigo que se casó con ella, (Dady Brieva, soberbio en su papel), quienes han invitado a Mantovani a compartir un asado, cabecitas de cordero y recuerdos. A partir de la cena y el descubrimiento de Mantovani, de que Julia es hija de sus amigos, la película deja a un lado el tono de comedia y se envuelve de una atmósfera lúgubre.

Paternalismo y humanidad en esta situación
Un episodio marginal de la trama es, sin embargo, un momento de alta tensión. Un padre (Gustavo Garzón) con su hijo en silla de ruedas, va a pedirle que le done una silla de rueda especial que tiene un costo de aproximadamente diez mil dólares. Mantovani se siente incómodo durante toda la conversación y elabora un contradictorio discurso sobre la caridad y el bien, para terminar negándose. Hay mucho de paternalismo pero también mucho sentido de lo humano en el conflicto. Al final, en el único gesto del personaje que es fruto de una sensibilización frente al prójimo, llama a su secretaria para que gestione el envío de la silla de ruedas.
La tensión entre el ciudadano ilustre y la gente de su pueblo estalla cuando ,al parecer, se conoce de su aventura con Julia. El paseo final subido en la camioneta de Antonio, que lo lleva a “cazar chanchos” junto al ofendido novio de Julia, es la contracara del paseo inicial en el carro de los bomberos. El primer paseo es la gloria; el segundo, la ignominia: aquellos habitantes de Salas, los que se han sentido despreciados por Mantovani, lo contemplan con rencor y todos ellos saben que lo llevan camino al matadero para hacer justicia.
Esa relación conflictiva con su pueblo natal, sobre cuya gente y paisaje gira toda su obra literaria, será definida en la novela que habrá de escribir gracias a la aventura en Salas, de la que le queda una cicatriz de bala: «Creo que hice una sola cosa en mi vida: escapar de ese lugar. Mis personajes nunca pudieron salir y yo nunca pude volver».
Mantovani es un escritor, ideológicamente liberal, que sostiene como principio la condición amoral del arte y el artista. Su ética y su estética quedan definidos en el discurso final: «Todos los escritores somos egocéntricos, autorreferenciales, narcisistas y vanidosos. Creo que eso constituye una herramienta absolutamente imprescindible para la escritura. El lápiz, el papel y la vanidad». La película se cierra, igual que en su apertura, con el espectáculo de la cultura: Nuevamente, el aplauso de la audiencia; otra vez el momento de la pequeña gloria del escritor que se lamenta por la consagración alcanzada pero al que le encanta el éxito.

Una película agradable para disfrutar y desmenuzar.

El ciudadano ilustre, película dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, se asienta en un guion redondo, aunque lleno de tópicos, cuyos diálogos contribuyen a profundizar la anécdota; se sostiene en las interpretaciones convincentes de sus actores, y en un humor negro que combina con ironía momentos dramáticos y situaciones cómicas. El cinismo de Mantovani lo lleva a burlarse de Irene cuando ella le dice que lleva una vida “agradable”. Pues bien, paradoja incluida, El ciudadano ilustre, en muchos sentidos, es una película agradable también, para disfrutar con una sonrisa y desmenuzar sin piedad.